Nos llamaban para rediseñar el periódico, y para cuando se daban cuenta el caballo de Troya estaba dentro. Eso es el diseño: un peligrosísimo caballo de Troya. Un lobo con piel de cordero.
70 diarios impresos, una veintena de medios digitales —tanto nativos como ediciones de los llamados ‘legacy’—, decenas de suplementos y revistas en los cinco continentes… A todos ellos hemos llegado con la misma cara inocente. Venimos a ponerles más guapos, anunciamos. Y se lo creen (y se creen, esto es lo peor, que así van a revertir una situación, cualquiera que ésta sea).
Decir —como hemos escuchado despectivamente en tantas ocasiones— que en periodismo lo importante es el contenido y que el diseño va después es como no decir nada. Se cae por su propio peso: es una obviedad. En el fondo, quienes de este modo se manifiestan dan muestra de una profunda ignorancia: ignoran que el diseño es contenido. O quizá es sólo atrevimiento. O miedo. No se dan cuenta de que están poniendo palos en las ruedas de la innovación y, por ahí, perdiendo estupendas oportunidades para que sus diarios conecten mejor con las audiencias a las que sirven.
Ésta es seguramente la lección más importante que hemos aprendido después de seis vueltas al mundo y más de 2,3 millones de kilómetros recorridos para viajar a treinta países, de Chile a India, de Angola a Finlandia. El diseño es una poderosísima herramienta para la transformación de organizaciones, servicios y productos, también para reenfocar, renovar e impulsar salas de redacción, equipos y periódicos impresos o digitales. Porque no se trata simplemente de elegir unas buenas tipografías —elegantes o contundentes, siempre legibles—, sino de reflexionar sobre si la manera como informamos es o no la más adecuada, y si estamos organizados de la mejor forma para detectar, configurar y contar las mejores historias. Y ahí el diseño —el diseño entendido como vector de innovación, no como mero cauce estético— tiene mucho que decir.
Bocetos realizados para los proyectos de los diarios Aamulehti (Finlandia), El Correo Gallego (España), El Economista (España), El Nuevo Día (Puerto Rico), Bergens Tidende (Noruega) o Capital (Bulgaria).
Una vez, en Dubai, con ocasión del rediseño de un diario propiedad del Gobierno, nos advirtieron de que no se podían publicar fotos en una página por encima de la fotografía del emir. Esa limitación lo condicionaba todo puesto que, casi siempre, lo que llegaba de palacio eran simples comunicados protocolarios: visitas, recepciones, inauguraciones… Si queríamos potenciar otro tipo de historias con mayor desarrollo y despliegue gráfico, que es para lo que nos habían contratado, aquello era como un misil en la línea de flotación del proyecto. La solución estuvo en el diseño. Más concretamente, en la retícula. Ideamos una especie de ático que recorrería las páginas, un lugar privilegiado para colocar los breves y las fotos oficiales. Y, por debajo, los grandes reportajes. Resultado: el emir contento y la redacción contenta.
En eso nos hemos afanado. En decir diseño y habilitar espacios de trabajo más funcionales y racionales, nunca ‘galácticos’ ni impostados; en decir diseño y promover una comunicación interna más estimulante y enriquecedora para conformar verdaderos equipos periodísticos; en decir diseño y abrir paso a nuevas narrativas que atrapen. Y siempre, siempre, comenzando por los cimientos, con realismo, que no significa falta de ambición.
Hubo un tiempo en el que los periódicos eran muy poderosos y ganaban mucho dinero. Un tiempo en el que los periódicos, ufanos, repletos de anuncios, se renovaban cada poco y hacían ostentación de ello. Pero hubo, también, un tiempo en el que los periódicos cayeron en la trampa de su propia soberbia. Olvidaron su alma, la función esencial que les compete, su inmensa responsabilidad. Alejados de la gente, que desconfía de sus verdaderas intenciones, con su credibilidad en horas bajas, hoy apenas son la sombra de lo que eran. Y así nos va…
Lástima, porque los periódicos son instrumentos imprescindibles para generar conversación, facilitar consensos y articular sociedades democráticas. La convivencia, sin diarios o con diarios débiles, no puede ser igual. Nuestro estudio ha tenido la fortuna de contar con la confianza de numerosas empresas periodísticas y de acompañar a los profesionales de sus redacciones. Antes y ahora, procuramos animarlos con la misma convicción: no os desaniméis, lo que hacéis es demasiado importante.
Dos décadas, cinco aprendizajes
1. Lo primero de todo, escuchar
A los consultores siempre se nos recibe con recelo en una redacción; no faltan motivos para ello. La tentación más peligrosa de un consultor es la soberbia, pensar que lo sabe todo. Que los directivos y los periodistas que le reciben están un peldaño por debajo. ¡Cuántas veces hemos sido testigos de estos manejos! ¡Y cuánta vergüenza hemos sentido! Frente a la soberbia, la única receta que cabe —y la más útil— es la escucha atenta: aceptar con modestia que el cliente sabe más del lugar que tú y que tu aportación sólo será luminosa desde esta aceptación. Sólo desde ahí, es posible poner el dedo en algunas llagas y decir cosas menos agradables. Esa educada —pero, no por ello, menos vigorosa— y difícil sinceridad forma parte de la mochila de un consultor, va en sus honorarios.
2. Los kit prefabricados no funcionan
Cada proyecto de transformación periodística es un viaje apasionante. Antes de emprenderlo, es esencial soltar lastre en forma de clichés y prejuicios, sobre todo culturales. Y estar dispuesto a sumergirse sin saber bien dónde ni cómo acabará el trayecto. No sirven, por tanto, las soluciones prefabricadas. Nada hay peor que tratar de aplicar en un lugar lo que acaso ha servido en otro, eso que traemos en la maleta. Por muy bonito que sea o por mucho que se repita en foros internacionales donde los directivos, desconcertados se miran unos a otros en busca de respuestas.
3. En la duda, aprovechar los recursos disponibles
Desembarcar como elefante en cacharerría no sólo es una muestra de autosuficiencia negligente sino poco sensato y menos efectivo. Pretender la transformación siguiendo una estrategia de tierra quemada, algo tantas veces visto, suele generar enorme frustración. Las salas de redacción de todo el mundo están repletas de estupendos profesionales a los que, por lo general, les hace falta apenas algo de aliento. La atmósfera periodística tiende a ser egocéntrica, vanidosa y destructiva, muy poco dada al cariño; pero el periodismo sería mejor si al olfato y a la destreza se les añadiera calor humano. Siempre es mejor trabajar sobre la base de los mimbres existentes.
4. Cada soporte tiene su lenguaje y su función
Los expertos en surfear tsunamis se apuntan al último grito y, desde allí, imparten doctrina. Normalmente, ventajista. Tan malo es cerrar los ojos a las novedades que vienen —por miedo disfrazado de romanticismo— como despreciar destrezas de toda la vida y fiarlo todo a la tecnología. En periodismo, muchas veces se ha planteado una batalla ridícula: los del papel contra los digitales, en la que los primeros llevaban las de perder aunque sostenían en buena parte el negocio. Ni papel ni digital: todos estamos en el mismo barco, todo nos afecta a todos. Eso sí, cada plataforma exige su lenguaje: no se trata de replicar lo mismo por múltiples canales. Y aún más, y esto es lo más interesante y extraño de oír: cada plataforma abre interesantísimas oportunidades de negocio. También, incrédulos, el papel. Es urgente analizar cuáles son esas oportunidades y poner los recursos para alcanzarlas.
5.Aliados o enemigos: para todos, agradecimiento
Una de las claves de cualquier proyecto de transformación periodística es encontrar aliados en la organización: personas a las que les gusta su trabajo, comparten tu entusiasmo y se convierten en los mejores evangelizadores. Esos aliados, en muchas ocasiones, se convierten después en amigos. Los amigos han sido lo mejor de este largo y apasionante viaje. Hay otras personas, en cambio, que no quieren moverse o que encuentran en nosotros una excusa perfecta para propinar una estocada en otra parte; personas cansadas o sin interés o con miedo. No se les puede culpar. Este oficio es agotador. A todos, amigos y no tanto, a los directivos que nos contratan y a los chóferes que nos llevan al hotel, es de justicia mostrar aquí nuestro agradecimiento.