Elegir una tipografía… por primera vez
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Elegir una tipografía… por primera vez

Javier Errea septiembre de 2022 TipografíaDiseño

Ni álgebra ni cálculo: nada puede resultar más difícil para un bachiller recién aterrizado en la universidad que enfrentarse a un espécimen tipográfico. (Como es sabido, un espécimen es un muestrario que recoge al detalle los estilos de una familia, explica sus orígenes y contexto, y despliega con amplitud todas sus virtudes). Primer proyecto del primer curso del grado de Diseño en la Universidad de Navarra: un mes de plazo… Hay que ponerse en el pellejo de los chicos y chicas que sueñan con ser diseñadores, pero que nunca antes hubieran sospechado el abismo que se abre por debajo de las letras. Acompañándolos estas semanas de septiembre, vuelvo a sentir una profunda admiración por los que dibujan tipos. Trato —no sé si en vano— de contagiar respeto por la tipografía. Es difícil que cale el mensaje en un país que por lo general la maltrata. 

También, echo la vista atrás: mientras los alumnos hacen sus presentaciones, repaso mentalmente cómo y por qué elegimos tal o cual tipografía para este o aquel proyecto. Muchos viajes fueron tortuosos; otros, rectilíneos. No pocos encontraron la bifurcación en la última curva. Todos han sido fascinantes. El GPS tipográfico conjuga siempre, en distintas proporciones, legibilidad, tradición, contexto, expresión, moda… y capricho. 

No es fácil explicarlo. 

Me rindo a la risueña perfección de la a minúscula de la Calibre, mientras que la de la Platform me alegra la mañana, la de la Brioni me dice que cuide el bolsillo y la de la Forma, que pone a todos en fila india, me advierte de que la cosa va en serio. La a de la Freight es franca, ligera; la de la Univers serena. Pesa sin pesar la de la Helvetica y la de la Clarendon no duda ni un segundo. Hay aes coquetas, como las de la Ashler, la Super o la Financier, aunque con alguna doblez que no adivino; aes adustas como la de la Times o con los brazos abiertos como la de la Larsseit. Hay aes tímidas, serias ellas, pero que darían cualquier cosa por bailar un swing, como las de la Plantin o la Tiempos; aes simpáticas como la de la Duplicate o que pinchan como la de la Eksell; aes elegantísimas, de etiqueta, como la de la Didot; aes que tienen el nombre de un amigo como la Guyot; aes que no sabes de qué van como la de la Capitolium; aes que están siempre en su sitio como la de la Mencken; aes de otro mundo como la de la Cheltenham… 

Y eso solo con la a, porque luego está la g… ¡Ah, la g!: la g delicadísima y abrazadora de la Nyte, la gatuna de la Jubilat, la detallista de la Archer, otra vez la Cheltenham y su g viva, la g más bonita nunca dibujada. 

Pienso en la extraordinaria vida de las letras mientras releo un número reciente de la revista británica ‘Eye’, un monográfico dedicado a la tipografía donde me encuentro a Bram de Does, autor de solo dos fuentes, la sinuosa Trinité y la insuperable Lexicon, ambas deslumbrantes. Su manera de concebir la tipografía es una toda una historia. Y por ahí pienso en todas las historias y en el pedazo de Historia que condensa cada tipo. En que vivimos rodeados de letras. En que las maltratamos sin que ninguna se queje. En que no es lo mismo decir te quiero con la Fit, con la Simple (qué r la suya) o con la Prumo. Y en que nunca he sabido cómo usar las cursivas.

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