En un anuncio de un banco que se denomina ‘el banco no banco’ unos jóvenes muy de ahora salen diciendo que son capaces de hacer todo “desde el móvil”. El banco habla de trabajadores “nómadas” para vender su cuenta nómina a la próxima generación trabajadora. Sonrío cínicamente. A pesar del rechazo inicial, el anuncio me deja pensando. Yo también soy un poco nómada. He sido culo de mal asiento, me he cansado de muchos sitios. Fui cliente de ese banco, por cierto…
Viendo este anuncio, pienso en el teletrabajo, que parece abocar a la desaparición de la clásica oficina. Hoy, es posible teletrabajar desde cualquier lugar: tu casa, un bar, el estudio de un colega que se lo montó tan bien cerca de la playa, un coworking… Pero no termino de ver claro que eso de ser nómadas, no tener un lugar fijo, sea tan bonito como lo pintan. Las horas del día en nuestro lugar de trabajo, ¿son sólo eso? ¿No es motivador sentir que estás yendo a trabajar a un lugar especial, único a su manera?
Se me ocurren unos cuantos lugares así.
El primero de ellos, un castillo cerca de Pamplona en el que estuve trabajando entre 2000 y 2004. Recuerdo sus enormes muros de piedra, sus estancias diáfanas y sus tarimas y encimeras de madera por todas partes. Una enorme mesa de luz donde hacíamos magia con el cúter. Los ventanales que daban a un patio exterior o el campo al fondo. Y el cliente tan apropiado para un castillo… ¡Un banco!
Otro lugar especial: hace doce años, después de una larga estancia en Madrid, terminé en El Puerto de Santa María y me convertí en ese colega que se lo montó tan bien cerca de la playa. Nada más llegar, me ofrecieron compartir espacio en un local que, para que os hagáis una idea, llamamos El Moma. Una antigua cochera reconvertida a loft en pleno centro de la ciudad. Aquel local atraía el polvo, la humedad y una buena variedad de bichos. No tenía las comodidades del castillo, pero en seguida aprovechamos todas sus virtudes: la libertad de autogestionarnos, sobre todo, de llenarlo de lo que quisiéramos, de usarlo tanto para pintar un lienzo como para proyectar una película en super-8 o rodar un videoclip. A todo ello contribuían los personajes que iban pasando por El Moma, claro. Y allí estaba yo, viviendo todo aquello en primera persona, trabajando.
Estudio ‘El Moma’ en la calle Diego Niño, El Puerto de Santa María, con 80 metros cuadrados de planta y dos pisos. Por el estudio pasaron diseñadores, artistas visuales, pintores, fotógrafos…
La puerta de El Moma estaba siempre abierta, literalmente. Había al lado una peña flamenca. Muchas personas venían a visitarlo, otras a trabajar periodos cortos o a hacernos compañía un rato. Algunas de esas personas se sintieron tristes cuando me marché a una incubadora de oficinas, donde, sin embargo, noto que mi tiempo cunde más y que lo aprovecho mejor. ¿Qué me encuentro ahora? Arriba y abajo, a derecha y a izquierda, oficinas de seguros, despachos de abogados, ‘start ups’ o empresas de marketing de todo lo que uno pueda imaginarse. Cuesta creer que, estando tan juntos, la gente apenas se diga hola…
Despacho de 15 metros cuadrados en El Puerto de Santa María, Cádiz. Antes, y después de ser ocupado.
Los 20 metros cuadrados de mi último espacio de trabajo son poca cosa, sí, pero aquí es donde estoy sentado hoy, con mi mesa, mi ordenador, mis libros, mis pequeñas cosas. Algunas me acompañan desde hace quince o veinte años: el flexo que me regaló mi amigo Pedro, mi figurita de un soldado con una guitarra colgada o mi festimoneda (sólo válida para consumir en un festival); el póster de infografía de Nigel Holmes o el que les hice a Perles&Perles en homenaje a su fantástico videoclip de Pelomono (buscadlo, se hizo en El Moma y es una obra de arte). O la portada del Frankfurter encabezada por una banana como la de Andy Warhol (¡!)… o el cúter de hoja circular que me llevé hace mucho tiempo de un lugar que prefiero no mencionar. Nunca aprendí a usarlo bien. También, unos tipos de plomo que componen el nombre El Moma. Me dio pena marcharme de la antigua cochera. Quise que algo de aquel maravilloso —y frío y húmedo— chamizo se pegara a la incubadora.
Así las cosas, he pasado de ser el visitado a ser el visitante.
Puedo visitar, por ejemplo, la sede central de Ansoáin, que llamamos estudio, no sé por qué. Está encaramada en un impersonal edificio de oficinas del extrarradio de Pamplona, al fondo de un pasillo que podía ser el de la película ‘El Resplandor’. Antes, nuestro estudio estaba en un bajo cerca del río. Pero nos robaron dos veces… y también pasaban frío. En la ‘central’ siempre hay movimiento: suena el teléfono, suceden conversaciones y reuniones, huele a café, a veces llegan buenos pinchos de tortilla, o el mensajero, o alguien de una imprenta. La gente, por lo general, trabaja en silencio bajo la atenta mirada de un enorme rinoceronte de cartón que nació en LaCala de Chodes, en la provincia de Zaragoza. Son restos del decorado de una fotonovela —‘Daisy’— que grabamos allí y ahora forma parte de nosotros, y hasta da nombre a nuestra editorial: Libros del Cuerno. En la encimera del fondo —un lujazo— se muestran las últimas adquisiciones editoriales, folletos que hemos visto por ahí y nos gustan, trabajos recientes o las revistas del paquete trimestral que envía desde Londres MagCulture. Desde el ventanal al que da la encimera, a veces se ve el circo.
El estudio Errea se mudó del Paseo Anelier a pie de calle en Pamplona, al Polígono de Ansoáin, en un edificio de oficinas a las afueras de la ciudad.
Rescato en este viaje algunas caras asociadas a esos espacios. Las personas que los habitan son parte esencial de ellos: Miguel en el Castillo, Pedro, Esteban o Elena en El Moma, Luis en Valencia, Alberto en Madrid… Imagino que ellos también me imaginan a mí sentado enfrente.
Si tuviera que elegir un lugar de los que he revisitado aquí, no sabría. Todos han dejado su poso. En mi manera de ser y en mi manera de trabajar. No sé cuál será el que deje esta pecera en la que ando ahora, pero seguro que dejará el suyo. Siempre vamos llenando la mochila de cosas que nos llevamos de un sitio y de otro.
Conozco un amigo muy inquieto que, en lugar de mudarse, cambia su espacio constantemente: lo va ampliando y reconfigurando, según sus necesidades. Cada vez que le visito, cosa que hago muy a menudo, su espacio sigue siendo acogedor, pero ya ha cambiado. A veces no dura ni una semana, ¡y está lleno de aparatos y muebles enormes! No puede evitarlo. Necesita levantarse y dar sentido a cada día que pasa en él, probablemente. Y es que los espacios tienen sentido mientras los llenamos. Cómo los llenamos, cómo los hacemos acogedores o cómo ponemos parte de nosotros en ellos es lo que va definiéndolos.
Termino pensando que a un nómada los espacios no le acompañan: somos nosotros los que ponemos algo nuestro en ellos o los que nos llevamos algo de ellos. O quizá es que me gusta verlo así.